Pragmatismo y pluralismo político

Los pragmáticos siempre han tenido ideas claras sobre la relación entre el mundo natural y el social. La mayoría de ellos nos dicen, en primer lugar, que los humanos evolucionaron en la naturaleza como criaturas que resolvían sus problemas de supervivencia con la ayuda de la inteligencia. Por otra parte, la aparición de la inteligencia no debe considerarse un objetivo de la propia naturaleza, sino una versión funcional de nuestros mecanismos de supervivencia, como la fuerza física o la abundancia. El uso sistemático de esta inteligencia en un contexto puramente social y comunicativo crea -a través de la evolución cultural- una metodología de indagación racional que nos permite desarrollar y probar las capacidades cognitivas de .un modelo de lo real para explicar la estructura de nuestra experiencia. Sin duda, nuestra ciencia es la mejor encarnación de estos modelos cognitivos, pero los pensadores pragmatistas, a diferencia de los antiguos y nuevos positivistas, no pretenden en absoluto que sea también la culminación de esta obra. Siempre se requieren otras respuestas. En particular, tenemos que crear una especie de «superestructura» formada por valores, muchos de los cuales (por ejemplo, valores cognitivos como la coherencia, la exhaustividad, la simplicidad, etc.) son herramientas útiles dentro del propio proyecto cognitivo. Esto explica por qué, por ejemplo, las consideraciones económicas son ciertamente importantes en la conducción de nuestros asuntos cognitivos.

Hay que señalar que no existe una frontera clara y precisa entre lo social y lo político.
Sin embargo, cuando se trata de la conducción de nuestros asuntos sociales y políticos, estos valores, que siempre pueden ponerse a prueba de forma pragmática, también son indefinidos. En otras palabras, no conducen a una resolución concreta y precisa de las cuestiones en juego, sino que dejan espacio para formas alternativas y competitivas de conducir nuestras relaciones interpersonales. Esto significa que la racionalidad abstracta por sí sola no es suficiente para construir un consenso sobre cuestiones sociales y, a mayor escala, también sobre cuestiones ideológicas y políticas. El problema es que, en el plano puramente teórico, esa disonancia no tiene consecuencias dramáticas. Pero en el aspecto práctico-político, cualquier intento de resolver estas cuestiones puede tener -y en muchos casos tiene- consecuencias adversas en forma de conflicto. Esto debería explicar suficientemente bien por qué una crítica de todas las teorías de consenso es el punto de partida de la filosofía social y política de muchos pragmáticos.

Nicholas Rescher, por ejemplo, considera que la idea de que la armonía social debe basarse en el consenso es peligrosa y engañosa. Por el contrario, sostiene que el reto esencial de nuestro tiempo es crear instituciones políticas y sociales que permitan a las personas vivir juntas de forma pacífica y productiva, a pesar de tener desacuerdos irreconciliables en cuestiones teóricas y prácticas. Estas observaciones, a su vez, son un duro recordatorio de la viabilidad de resolver las disputas filosóficas apelando a principios abstractos y a priori. En estas circunstancias, el modelo social de los miembros del equipo cooperando hacia un objetivo común no es realista. En cambio, un modelo más adecuado es el del capitalismo clásico, en el que -en un sistema suficientemente desarrollado- tanto la competencia como la rivalidad consiguen de algún modo beneficiar a toda la comunidad (la teoría de la «mano oculta»). Ciertamente, la comunidad científica es uno de los mejores ejemplos que tenemos, aunque de nuevo debemos tener cuidado de no dar una imagen demasiado idealizada de la investigación científica. Rescher, después de todo, encuentra muchas similitudes entre el mundo académico y el empresarial:

La búsqueda del conocimiento en la ciencia puede desempeñar un papel similar al de la búsqueda de riqueza en las transacciones comerciales. Los mercados financieros de acciones o futuros de materias primas se autodestruirían si se suprimiera el principio de «mi palabra es mi obligación», porque nadie sabría si una transacción se ha realizado realmente. Del mismo modo, la información del mercado se autodestruiría si no se pudiera confiar en la veracidad de las personas. Por lo tanto, en ambos casos, hay que eliminar a las personas poco fiables y expulsarlas de la sociedad. Tanto en el contexto cognitivo como en el económico, la comunidad en cuestión utiliza incentivos y sanciones (costes y beneficios impuestos artificialmente) para crear un sistema en el que las personas suelen actuar con confianza y credibilidad. Este sistema se basa en procesos de reciprocidad que benefician a casi todos.